sábado, 2 de junio de 2012

Protectora de los pecadores.




Mis privilegios en el hotel Marcellas me hicieron cambiar de planes al llamarme la Carolina. En cuanto llegué me llevó a su habitación y ahí, en vez de lanzarse sobre mí como siempre lo hacía, me pidió que nos sentáramos en la cama y me habló sobre el problema que tenían con la Alicia. La verdad, y yo lo sé desde hace mucho, es que la Carolina me tiene cariño: pero yo no le he respondido nunca, porque a las putas no se les debe tener cariño.
La enfermedad de la Alicia estaba consumiendo a las putas del Marcellas. Cuando los ataques de tos le impidieron trabajar, le dijeron que se no se preocupara, y empezaron a poner dinero de sus bolsillos para llevarla con un medico que no terminaba de encontrar el problema; mientras, la Alicia se retorcía día y noche en su habitación (que al igual que todas las del Marsellas estaba decorada con colores pastel), intentando respirar entre ataques. Es que no sabes cuánto me trauma verla arqueándose en la cama, me dijo la Carolina. Ni los medicamentos ni los tecitos de manzanilla de la Lucía servían; si acaso lograban que se le relajara la garganta un rato. Cada vez se ocupaba más dinero y la Carolina y sus colegas tuvieron que sacrificar salidas, borracheras y ropa. Algunas ya habían dejado de cooperar y deseaban que la Alicia se muriera lo más antes posible, para que ese martirio terminara. Decidieron intentar algo más espiritual así que la llevaron a la parroquia del padre Andrés, dónde está Santa María del Lago, virgen protectora de los pecadores, para que la Alicia le rogara que se apiadara de ella. Aquella noche, por primera vez en meses, la Alicia pudo dormir sin un ataque. Se les ocurrió una idea: si pudieran llevar la virgen al hotel, la Alicia sanaría totalmente en unos días. Así podría regresar a trabajar. No esperaban que el padre Andrés se opusiera. Si la gente del pueblo se enteraba que ellas tenían el privilegio de llevarse la virgen al Marcellas: o buscarían hacerlo dejar la iglesia, por promover el pecado o, peor aún, querrían tener la oportunidad de llevarse también a la virgencita milagrosa a sus propias casas, para que solucionara sus problemas. Y eso no podía ocurrir. No debían ser egoístas.
La Carolina me miró directo a los ojos y recorriendo mi pecho con una de sus uñas postizas, me preguntó si podía ayudarles a robar la virgen. Que si lo hacía, me lo iba a recompensar, añadió bajándome la bragueta. Ni lo dudé; lo más difícil sería, de seguro, botar los candados de la entrada principal y saber cuál era la virgen correcta. Y para eso podía ir conmigo. Recargó su rostro en mi pecho y soltó un chillido de alegría, metiéndome la mano en la bragueta, mientras le preguntaba cuándo quería hacerlo. Esa misma noche: no creían que la Alicia fuera a resistir mucho. No hay problema, recuerdo que comenté al sentir su mano jugando en mi entrepierna. Ahorita arreglo todo.



Más noche, la Carolina, la Lucía, la Alicia y yo nos encontramos con el Junior en el restaurante del Marcellas. Mientras tomábamos unas cervezas y le explicaba al Junior cómo le haríamos con el robo, la Carolina y la Lucía empezaron a decirle en voz alta a la Alicia sobre la virgencita y sobre a dónde llevarían una vez que se repusiera, así que les ordené que se callaran o hasta allí llegaría el plan.
La parroquia del padre Andrés está en el centro del pueblo, detrás de la plazuela, rodeada de calles empedradas. Como una vez el Junior y yo habíamos entrado a graffitear, sabíamos que una parte en la cerca de alambre estaba podrida, y se podía levantar fácilmente. La Carolina y la Lucía volteaban inmediatamente hacía cualquier dirección, cada vez que la Alicia tosía, tapándose la boca con su cobija rosa pastel del Marsellas. Con golpes de una piedra abrimos el candado oxidado. Al entrar, buscamos el interruptor. Ya con luz vimos las pinturas enmarcadas en oro y las muñecas de porcelana que, sobre lengüetas de cemento, decoraban la parroquia. La Carolina me apuntó una a como cuatro metros de altura, sobre el altar. El Junior dijo que él la bajaba y dio un brinco, aferrándose a una de las lengüetas más cercanas al suelo: a partir de ahí fue apoyando los pies en los relieves y levantándose con las manos: sorprendidos, vimos cómo llegó hasta la protectora de los pecadores y rodeó la muñeca con la mano, pero esta no cedía. Le grité que jalara con más fuerza. Al hacerlo, la muñeca y el Junior salieron volando y tras golpear el suelo, el Junior empezó a gruñir, arqueándose. Espantados, lo rodeamos y en ese momento escuchamos las puertas principales cerrándose. Corrí amenazando que nos dejaran salir y no habría heridos; el padre Andrés, desde otro lado de la puerta, gritó que ya había llamado a la policía, que no se irrumpe en la casa de Dios sin castigo. Regresé al altar y les pedí que levantaran al Junior a cómo pudieran para irnos y al regresar a la entrada empecé a embestir las puertas de madera: en algún momento debían de ceder. Si el padre no había mentido, la policía estaría por llegar. Al escuchar que se arrancaron los cerrojos de la puerta, las tumbé de una patada y alcancé al padre escapando por el portón principal del cerco. Ni lo dudé: les grité que hecharan al Junior al carro y luego corrí hacía el padrecito y le clavé mi navaja en las costillas, diciéndole esto va por la Alicia. Ya que estaba en la tierra, me fui corriendo.
 Al escapar por la carretera, vimos tres patrullas yendo hacía la Iglesia. Que se muera ese párroco de mierda, pensaba. Una cuarta patrulla nos alcanzó, haciéndonos la parada: saltaron de ella dos policías. ¿A dónde con tanta prisa?, me preguntó el oficial, echándome la linterna en la cara. El otro oficial se asomó en la parte trasera y al ver a la Alicia abrazando la virgen de cerámica, hiso una señal a su compañero y este me encañonó en la sien. Abrí la puerta del coche y lo obedecí. Al estar en el piso escuché como el otro oficial y la Alicia reñían, la Alicia no quería soltar la virgencita; y luego escuché los gemidos del Junior mezclados con la tos, hasta que llegaron más patrullas y nos llevaron a la comisaria.
Mientras nos tenían apresados, la Alicia tuvo un último ataque de tos envuelta en su cobija rosa pastel del Marcellas, sin que los cariños o promesas de sus compañeras la ayudaran.