lunes, 20 de junio de 2011

Corazón te vi: ya no me engañas…(Ejercicio)




…dices que lo perdiste y no lo extrañas.
-Enjambre.

Tu hogar es pequeño, acogedor y sobrio, sin adornos caros o extravagantes que enturbien la visión de quienes te visitan: el vivo reflejo de tu alma placida y apática, por desgracia. Y digo por desgracia ya que el miedo al mundo caótico fuera de esas paredes, te orillaba a tener escondido tu musculoso y palpitante corazón, lejos de mi alcance. En medio de las sombras azules, pegado a ti bajo las húmedas sabanas, estaba consciente de eso. Tu sonrisa fría y tu mirada de arlequina incluso me orillaban a creerte lo que me acabas de decir. Hace mucho que yo no tengo corazón, susurraste cerca de mi rostro, mientras te frotaba la mejilla; me fue arrebatado hace tanto que ya no recuerdo lo qué es. Gracias a mi capacidad de intuición o a alguna esperanza monomaniaca, cavilé que no debía ser así: de seguro lo tenías guardado en algún lugar a la mano, dónde pudieras observarla cuándo, asqueada de la vida, ocuparas recordar lo que alguna vez fuiste. Y esta intuición, o este deseo irrazonable, me orillaron a la búsqueda.

Antes de levantarme, ya tengo una lista de posibles lugares. En cuanto te duermes me pongo el pantalón y, con cuidado, abro los cajones de tu buró. Tu ropa interior y demás pertenencias intimas se dibujan en la oscuridad, más no hay ningún musculo sangrante. Me fijo debajo de la cama. En el armario, con la luz lechosa que arroja la luna por la ventana, reviso hasta detrás de las telarañas y debajo de los conejos de polvo. Debe estar en algún lado, me doy ánimos. Convencido, finalmente, de que no encontraré nada en la recamara, paso a la sala, dónde ya puedo encender la luz. Me siento unos segundos en el sillón. Esta casa es un fiel reflejo de su alma, reflexiono, dónde se respira en cualquier rincón tu profundo, inexorable, plácido, intemporal y acústico carácter e, incluso tu casual melancolía: me aferro a la idea de que no puede haber melancolía en un lugar sin vida. Cierro los ojos y agudizo el oído con la esperanza de llegar a escuchar algo: al percibir un latido casi mudo, tan pequeño que a duras penas llegaba a mis oídos, me pongo eufórico. Un alma tan meticulosa, se me ocurre, no va a guardar algo tan preciado en un lugar cualquiera; así que me tiro al piso y comienzo a golpear con una moneda todos los azulejos de la sala y la cocina, por si hay alguno suelto. Al terminar, vuelvo a la habitación y gracias a inspeccionar el resto de la casa, no ocupo hacer mucho ruido para darme cuenta que los azulejos del cuarto estaban intactos. Regreso a la cocina, sacó una cerveza de la nevera y me siento en el comedor, sosteniendo la cabeza con mis manos en mis manos, intentando pensar con los ojos cerrados. Ahí sigue el latido. ¿Qué te habría pasado para necesitar esconder tu corazón con tanta seguridad y astucia? La vida es impredecible y cruda, bien sé yo, sin embargo tenías una fijación casi patológica a evadir ahondar demasiado en tu pasado: ya fuera en nuestras salidas o las previas noches que venía a tu casa a cenar o acostarme contigo…Es decir: compartía tu tiempo, tu espacio, pero no tus sentimientos: imagino un pequeño ratón asustado, intentando protegerse en alguna esquina. Un poco triste, de nuevo recorro: si esta no fuera tan sobria, tan falta de adornos superfluos, habría más opciones pero, siendo a como era, todo luce más desolado.

Siento que las opciones se han agotado. ¿No habría imaginado ese tenue latido? ¿No serían mis esperanzas tan profundas que me llevaran a un estado de alucinación? Vivo unos días en la abstracción: al salir al cine o a algún restaurante intento escudriñar en lo más profundo de tu mirada arlequina y descubrir el lugar dónde el corazón estaba escondido. Jamás funciona: de la misma manera que, sin conocer la combinación, jamás se podría abrir una caja fuerte con algo que no fuera dinamita…Empiezo a ejercer la memoria igual que a un musculo: invocó conversaciones viejas casi en su totalidad: tu vida es un rompecabezas ancestral y desgastado, del cuál tengo fragmentos que uno poco a poco, con cuidado, con la misma curiosidad de un arqueólogo: aquí esta la historia de la cicatriz del brazo, acá sobre la chica que inventaba rumores de ti en el bachillerato, por allá conversaciones con Ana, Marco, Francisco en restaurantes o cafés: esas personas que irremediablemente alteraron el curso convencional de tu vida. Incluso, hechos más tristes: como aquel hombre que durante años jugo con tus sentimientos o el día que murió tu padre; siempre atento ante cualquier objeto que hubieras movido, ante tu humor al acercarte a ciertas zonas de tu casa e incluso las miradas de reojo que proporcionabas a las paredes: todo con la intención de encontrar la piedra angulas de las pistas, que me conduciría al escondite.

Hasta que una noche, acostado en tu lecho, pensando en la armonía del reflejo las distintas partes de tu casa con su dueña, entre el insomnio y las penumbras azules y lechosas de tu habitación, me doy cuenta que jamás me habías permitido acercarme al refrigerador: si proponía preparar la comida, me decías no te molestes, realmente adoro cocinar. ¿Cómo puedo haberlo pasado de largo? Me dirijo al refrigerador sin encender ninguna luz y primero reviso cada centímetro del congelador; después la canasta en que tienes las carnes frías; y, desesperándome al no encontrar nada, me abate la impotencia. Esta aquí, me digo, puedo escuchar el latido apenas audible saliendo de algún lugar del refrigerador; de pronto abro el contenedor de las verduras y, al fondo, junto a la bolsa de limones, descubro una casi imperceptible mancha café; saque los pepinos resecos, los tomates podridos, la cebolla oxidada y al final queda en la bandeja una bolsa ensangrentada, un bulto tinto del tamaño de mi puño que se comprime y se expande, se comprime y se expande.