sábado, 1 de mayo de 2010

Sombra que ascechaba mis pasos: (primera parte)



"Do not cry out or hit the alarm
You know we're friends till we die. "
-Radiohead.


No hace mucho mis niños y yo vivíamos en una pequeña casa a orillas de la ciudad, donde la gente elige no visitarte. Esta tenía un patio delantero todavía más pequeño, que con una vieja cerca y una puerta, ambas de madera podrida, separaban mi propiedad del derecho de todos los individuos de trasladarse por donde su voluntad les dicte. Por dentro había adecuado la casa especialmente para mis niños: alfombré el suelo, me abstuve de comprar loza delicada, entre otras cosas. La formaban tres cuartos: uno con cinco camas, una pequeña bodega y una recamara para mí, donde tenía una pequeña biblioteca personal. El comedor, la cocina, y la sala componían el resto.
Era una vida agradable, tranquila, pero gracias a ti no duró por siempre. Un viernes que estaba leyendo sobre mi sofá con toda la confianza de que mis niños jugaban afuera sin molestias, llegó Samuel a decirme que te acababas de llevar a Arnold. Tenía la cara pálida, se movía mucho, convertía palabras y frases en cosas incomprensibles, en casi balbuceos: estábamos jugando… del otro lado de la cerca… era él…era él.
Al salir, estaban Santiago, Elena, y Myriam estaban viéndose las caras como jugaran con el silencio. Explíquenme qué pasó, les recriminé en cuanto me miraron: no le entiendo nada a Samuel. Llegó cuando jugábamos: era como decías, intentó empezar Santiago pero no soportó la presión de mis ojos. Después pensé que no debí mirarlo así. Le mostró un billete, dijo Elena, finalmente. Los mire a los cuatro y luego busqué alguna respuesta en el cielo por que no podía hacer nada, ni siquiera regañarlos. Tenían tanta culpa como los sobrevivientes de una inundación. La debilidad de Arnold fue su perdición: el dinero. Todos los niños tienen la propia: para algunos son cosas, objetos que atrapen su imaginación y la nutran, como cuando encierras un insecto en un frasco y lo agitas para mortificarlo. Para otros son situaciones, temas que no hacen más que girar alrededor de la vida: el poder, el amor, la muerte. Siempre, siempre, la debilidad de Arnold fue de este segundo tipo: el dinero; como para Santiago era pasar horas y horas observando hormigueros. Myriam, reaccionando, se tiró sobre el pasto y se puso a llorar. No había nada por hacer, y ellos lo entendían. Ya les había hablado varias veces de ti, lo más perforador era que nos tenias tan vigilados a tal grado, que conocías la debilidad de Arnold. Además, era la primera vez que les pasaba a ellos. A mí ya me la habías hecho. Pero no en el grado al que arrastraste todo, desgraciado. Me acerqué a la casa, y me recargué en ella, dejando a mi cuerpo deslizarse hasta el suelo, donde me frote la cara. Santiago caminó hacía mí y me dijo lo que, ahora estoy seguro, es algo que nunca deberé olvidar: nosotros seguimos aquí. Lo miré, y en ese momento pensé que era cierto. Ellos seguían conmigo y, a pesar de todo, no debían hacer otra cosa más que agradecerlo. A quién, no sé: pero agradecerlo. Me puse de pie y les pedí que entráramos a la casa, donde toda aquella tarde se podía oler la tristeza en los muebles, en la alfombra, en los juguetes.
Durante la noche no me fue suficiente el tiempo para acabar de desearte un sufrimiento equiparable a lo que me acababas de hacer. ¿Sabes que es lo peor de que te llevarás a Arnold? El no hacía daño a nadie. Arnold, Arnold: aunque su pasión siempre fue el dinero eso jamás le impidió ser tranquilo, regalar sonrisas. Humedecí la almohada con lágrimas, sin saber cuanto las llegaría a necesitar.
Con la llegada del sol decidí continuar la rutina. Era sábado, por lo menos. Al mirar por la ventana, descubrí que el cielo brillaba más que de costumbre, que las nubes lo surcaban con furia y libertad. Un enorme ánimo de salir y recordar a la sociedad me invadió y, durante el desayuno, le pedí a Myriam que me acompañara a realizar algunas compras al supermercado. Aceptó resignada. Puse doble llave en la casa para tener a los niños y a mi conciencia seguros. Siempre evado los tumultos, pero esa vez no me importaron: quizá después de la gran tristeza de la noche anterior, no podía más que sentir lo contrario. En la estación de metro donde subimos Myriam y yo el aire exigía almas para derrotar el silencio; pero en la estación donde bajamos la gente formaba una especie de mar: con corrientes, olas y hasta remolinos. Myriam me agarró de la mano y, mientras nos adentramos en ese mar, jamás me soltó. Ya en el supermercado corría por los pasillos, coqueteaba a las señoras y hacía toda clase de preguntas. Que linda era, brillaba entre este mundo oprimido. De regreso a la casa, debimos de entrar a la misma estación y de igual manera las personas se arrojaban como olas sobre nosotros. Myriam llevaba las bolsas de las frutas y las verduras; yo llevaba el resto. No pude tenerla agarrado de la mano. Cuando menos imaginé ya no la veía. Sentí que de golpe el mundo me golpeaba: Myriam, Myriam, empecé a gritar. Tiré las bolsas y empecé a correr a donde pudiera. Deseaba encontrarle. Unos policías se dieron cuenta de mi desesperación, hablaron conmigo, y me ayudaron a buscarle. Pero, ¿qué podíamos hacer? Otra vez me habías encajado el picahielos en la misma herida, solo que ahora no sentí más que pánico: pánico como jamás me había. En menos de cuarenta y ocho horas estabas logrando destruir la gran y feliz familia que siempre fuimos.
¡Te habías llevado a la princesa! ¡Myriam: la pobre damisela eternamente rescatada! ¡La princesa de la torre, la chica del espía, el pato feo que se convierte en cisne! ¡Santiago, Elena y Samuel sintieron tu perdida, y quisieron formar seis ríos dentro de la casa, pero a veces las metáforas no alcanzan!
Esa noche, además, regresaron las pesadillas de Elena. Aún leía en la sala, intentando olvidarme de todo, cuando escuché el primer grito. Corrí no pensando que pudieras haber invadido nuestra casa, me parecía muy sencillo para tus métodos, sino por que Elena a veces sufre de pesadillas constantes; la media noche es su hora favorita para despertar, siempre sin encontrar sosiego en las sombras y siluetas de sus compañeros dormidos. Por que los otros niños, que aquella noche también se fueron a la cama estresados, estaban adecuados a sus lamentos y ya ni siquiera los despertaban. Qué soñaste, le pregunté acariciándole el pelo y acostándome a su lado. Soñé que un monstro me llevaba y me partía en pedacitos y luego se comía cada uno de esos pedacitos; veía todo desde afuera, como si fuera la televisión. Se aferró a mi camisa y apretó su cara contra mi pecho. Intentaba llorar, pero sé que no iba a llorar. Nunca llora. Siempre me ha resultado impresionante como esa imaginación que durante el día le mueve a crear cosas bellas, de noche la tortura. Elena, le dije abrazándola: te prometo que no te pasará nada mientras yo esté aquí. Extraño a Myriam, me dijo escondiendo la cabeza en mis brazos ¿a quién vamos a rescatar del científico loco? Me preguntó en voz tan baja que hasta me dolió escucharlo. Eso estábamos jugando antier, antes de que se llevara a Arnold. Mirándola entre la oscuridad pensé que quizá ponía en movimiento todas esas historias por faltarle el valor de vivir en ellas, contrario de Samuel. Si Elena creaba un dragón de cinco cabezas escupe fuego, Samuel siempre los movía a destruirlo. Santiago siempre oponía resistencia. Arnold era el interesado en destruir al dragón por que deseaba el rescate de Myriam. Y Elena siempre la que soportaba la carga de todos esos delirios que para los otros servían como juegos. Cuando se quedó dormida, regresé a leer.
Tenía la sala para mi solo, predispuesta para cavilar. No pude continuar leyendo. Estaba desgarrado: en menos de dos días ya me habías arrebatado dos niños. Estaba seguro que había hecho algo para desatar tu ira, pero no estaba seguro qué. Repasé toda mi semana buscando la razón la conclusión que encontré es que no podía ser nada de eso, de haber sido así, tu ira se habría desatado años atrás. Por que desde siempre me perseguiste: cuando era más joven, cuando murió Nancy, la madre de los niños, ya lo hacías. Incluso cuando murió Roberto, mi hermano, en mi niñez. Aunque no te culpo sus muertes; pero créeme: como deseé que hubieras sido, pensaba en la sala, para tener algún indicio. Si siempre has sido la silueta que vigila mis pasos, algo tan sencillo, algo tan cabal, como lo que hice esa semana, no podía haber desatado tu ira. Debía haber algo más.
Para que te des cuenta de mi abstracción: no escuché el primer grito de los policías, al otro lado de la barda. Tras el segundo, me asomé por la ventana y los vi. Salí. Que los trae por aquí, oficiales, pregunté sin ánimos. Uno era más alto y más gordo que el otro. Este se llamaba Alfredo. El otro Ignacio. Venimos a sobre el hallazgo de dos cadáveres en las cercanías de su casa. Dos niños. Miré los faroles de la calle, esos faroles que de milagro aun dan luz y les respondí que de seguro eran mis niños. Los invité a pasar y, después de, con mi hospitalidad, ofrecerles algo, les confesé a medias sobre ti. Alfredo me preguntó por que no había denunciado y, aunque dentro sabía que era un impulso a la justicia por propia mano, le dije que consideraba a mis niños lo suficientemente inteligentes para esperar su regreso. Los dos se miraron y luego Ignacio dijo: pero no eran perros señor. Eran niños, no saben nada del mundo. Les puse mis mejores ojos de desasosiego y pasaron a explicarme el estado de los cuerpos. ¿De dónde sacaste tanta furia? ¿Y por qué la agarraste contra los pobres niños? Eres inhumano. Después dijeron que levantarían una declaración e iniciarían una investigación; les agradecí, no puedo negarlo, pero cuando abandonaron mi casa, regresándome el silencio a ella, supe que me creían loco.
¿Eso no me involucraría a mí como sospechoso? ¿Pero por que querría matar a mis propios niños? Ni un segundo dudé de mi cordura, tenía una prueba concisa: yo estaba leyendo cuando desapareció Arnold, no fui el ultimo en verlo como con Myriam. Pero, ¿la policía me creería? ¿No sería ese el objetivo de tu torcido juego?
En el desayuno Elena me comentó que durante la noche escuchó voces y les conté sobre la policía. A mis niños nunca les ocultaba nada. Los tres agacharon la mirada y por un momento dejaron su comida; no los culpé por que yo mismo llevaba rato jugando con los cubiertos. Les comenté que el camino tenía muchas curvas feas ya, y que no encontraba que hacer. Santiago me dijo que no me preocupara, que el sabía que todo iba a estar bien. Elena me sonrió y agarró la mano. Samuel, por otro lado, comentó que mientras estuviéramos en la casa, ese lugar desde donde ellos podían visitar el mundo, no habría problemas.
Pobre Samuel, ojalá no se hubiera equivocado. ¿Por qué, tambien, tuviste que ir por él?